El puente Allenby y el chofer palestino
Desde la terraza de la residencia del Embajador Luis Palma se podía ver flamear una desproporcionada bandera jordana. Los halagos, las sonrisas, los saludos y los análisis políticos tenían que ser más rápidos y menos espontáneos de lo normal ya que teníamos instrucciones de almorzar en pocos minutos, debido a que la frontera con Israel la cerraban a las 17:00 hrs.
Me invadía un sentimiento de nostalgia al recorrer la residencia del Embajador. Desolada, fría, sin muebles y tristemente resguardada, aquel lugar había despedido hacía poco a su último misionero, mientras que su actual inquilino, resignado, argumentaba que los muebles venían en el barco y que su señora llegaría a poner orden en pocas semanas.
Había un ambiente de nerviosismo en aquel lugar.
El Volvo último modelo, el que llevaba una bandera de Chile en su punta derecha, empezaba a embarcar a sus pasajeros en un ambiente de evidente tensión. Arriba de aquel auto oficial iba el conductor, el Cónsul José Antonio Caviedo, mi madre y yo.
El calor no se soportaba y en el aire se respiraba cada vez más nerviosismo, mientras que el chofer, un hombre alto, apuesto, de tez oscura y mirada penetrante, trataba de acelerar capeando el tráfico vehicular que paralizaba a la capital de Jordania en medio de Mercedes Benz antiguos con placas libanesas y sirias y familias refugiadas en su propio asombro, devastadas, buscando asilo quizás dónde, en medio del ruido de aviones de combate que sobrevolaban las tierras de la princesa Alia.
En una de las vueltas a bordo de aquel vehículo de diplomáticos, pasamos frente al hotel donde nos habíamos hospedado. Pude despedirme de los pilares que detenían el paso de vehículos y que habían sido colocados como medida de precaución después que hace un par de años atrás, y mientras se celebraba un matrimonio, ingresó una mujer suicida con explosivos bajo su túnica. La mujer desistió de su ataque al ver que en aquel matrimonio había un centenar de niños. En otros hoteles de Amman no corrieron la misma suerte.
Todo era confuso en la frontera entre Jordania e Israel. Una vez en la sala de espera mientras otros hacían los papeleos por nosotros y todavía sin poder reponerme de lo mareado que me encontraba tras el viaje, el que contempló un sinfín de curvas y velocidades que preferí no retener al mirar de reojo el tacómetro del volvo, sentí estar en el Club Palestino de Santiago, lugar que visité cuando pequeño en reiteradas ocasiones.
Aquella sala de espera para pasajeros “importantes” era como estar en aquel Club. Mujeres y hombres sentados tomando té con menta, algunos fumaban arguile, la pipa árabe, y mozos toscos con bigotes gruesos y negros se paseaban ofreciendo bebestibles.
Al poco rato volvimos al auto y emprendimos viaje a la segunda etapa: cruzar el puente Allenby.
El calor aumentaba al mismo tiempo que el Cónsul de Chile en Jordania lucía cada vez más preocupado. Casi no hablábamos y el aire acondicionado nos cortaba la respiración con un aire helado y penetrante, cuando al poco andar vemos una reja y una caseta de vigilancia. Nos piden que nos detengamos y el policía que se encontraba ahí parecía dar instrucciones por el tono con el que hablaba. Yo sólo trataba de poner rostro de turista al mismo tiempo que agradecía las ráfagas de aire caliente que entraban por la ventana del chofer que hablaba con el policía.
Tras una breve conversación, el policía se subió al vehículo y nos acompañó hasta otra oficina. Una vez más nos encontrábamos tomando té con menta en una salón de inmigraciones con sillones, alfombras y almohadas con motivo árabe. Esta vez éramos sólo mi madre y yo, mientras un desfile de policías de distintas jerarquías por sus uniformes, se asomaban curiosos por la puerta de aquel salón disimulando una sonrisa.
Una pequeña televisión transmitía las noticias de algún canal árabe que ininterrumpidamente trataba el tema de la guerra en Líbano y de cómo las tropas israelíes dejaban incomunicada a la entonces Perla de Oriente por cielo, mar y tierra.
Otra vez dentro del vehículo y esta vez el puente frente a nosotros. Al poco andar nos vuelven a detener, esta vez cuando nos disponíamos a cruzar. Ahora era un policía israelí el que nos detenía, solicitando que el policía jordano y el Cónsul de Chile descendieran del vehículo mientras mi madre y yo cruzábamos con el chofer. Nunca voy a olvidar el rostro de resignación del Cónsul, quien fue obligado a descender del vehículo y esperar a más de cuarenta y cinco grados de calor, según indicaba el termómetro del auto, mientras nosotros cruzábamos.
Cuando emprendimos marcha me di vuelta en el asiento trasero y pude ver por el vidrio posterior del vehículo al Cónsul sacándose la corbata y secándose la transpiración con un pañuelo. Al darme vuelta vi los ojos morenos del conductor. Esta vez su mirada penetrante era reemplazada por ojos de pena los que desprendían unas silenciosas lágrimas.
Le pregunté en inglés qué pasaba. Él me dijo que nada, pero yo insistí. Lo que le dije tampoco se me olvidará jamás. “Si los israelíes te ven llorando van a pensar que algo pasa, quiero saber qué ocurre”, le dije en seco mientras mi madre me miraba sin entender qué pasaba.
“Yo nací en Palestina, yo nací en estos territorios que hoy están ocupados. Esta es mi tierra y no he podido volver a ella desde que me fui. Esta es la primera vez que vuelvo después de más de treinta años. Te ruego que me traigas una rama de olivo y un puñado de tierra. No importa de donde la saques, sólo tráemela”, me suplicó el chofer.
Le pedí que se controlara y que abriera la ventana para que pudiera respirar. Tuve que contener mis lágrimas y ser fuerte, ya que sabía que lo que venía iban a ser momentos de mucha tensión.
Se secó las lágrimas al mismo tiempo que llegábamos a la terminal de llegadas de Allenby. Dos cosas me llamaron la atención; una era lo jóvenes que eran los soldados israelíes, quienes no superaban los veinte años y lo otro era lo fuertemente armados que estaban. Eran ametralladoras y su dedo índice estaba en el gatillo.
“I´m so glad to be here”, dije nervioso al más viejo de los soldados, quien tenía cerca de treinta y cinco años y parecía ser el jefe. El calor era insoportable y mi nerviosismo casi incontrolable. Al darme vuelta y ver que mi madre estaba con las maletas expuesta a todo el sol, le pedí al mismo soldado que había recibido mi hipócrita y sobreactuado comentario, si podía mi madre esperar en la sombra.
Él me dijo que si y me preguntó de qué nacionalidad era mi madre, ya que parecía de Brasil. Ese comentario fue aún más hipócrita y sobreactuado que el mío, sin embargo yo le respondí que en Chile todos eran igual de parecidos que mi madre, ya que los rasgos brasileros en la región sur de América eran muy fuertes. Si hablamos de quién era más hipócrita hasta ese minuto ganaba yo.
Un poco más tranquilo y un tanto sorprendido por lo que yo creía era mi astucia, noté que jóvenes soldados se acercaban a mi, por lo que yo nunca dejé de sonreír y de decir lo feliz que estaba en Israel, frase que hasta el día de hoy me arrepiento de haber dicho.
En medio de mi farsa, uno de los soldados se me acercó. Me llamó la atención lo alto y gordo que era, pero aún más me llamó la atención el hecho que éste fuese gay. Conversamos un rato y yo le pedí datos para ir de fiesta en Tel Aviv, datos que me dio sin titubear pero que a mí nunca me interesó retener.
Estábamos conversando cuando nos interrumpió el mimo tipo al que yo le había pedido permiso para que mi madre esperara en la sombra y con un tono de sospecha me pregunta: “bueno, cuéntame qué hace tu madre en Chile”. Yo tenía claro que podía decirle cualquier cosa, hasta que era domadora de leones, pero nunca su profesión real.
Bueno, le dije, es profesora. Y de qué, me preguntó. De historia, le dije. No, dime de qué es profesora tu madre. De historia de la comunicación, le dije más nervioso. Me sonrió y sacó de un bolsillo sobre su pecho un papel con un membrete de Chile y la firma de la Embajadora de Chile en Israel. No, tu madre es periodista y los estábamos esperando, acompáñenme, me dijo volteándose.
Cuando me di vuelta para seguirlo, y tras decirle a mi madre que debíamos ir con él, me percaté que el grupo de soldados jóvenes con los que había hablado minutos antes me estaban sonriendo con complicidad. Esa sensación me acompañó durante el viaje y luego me di cuenta que en ese momento y al ver esas miradas pude cobrar fuerzas para lo que venía.
El trámite duró media hora, algo así como seis hora y media menos que lo que acostumbra a tardar. Teníamos instrucciones que nos estaría esperando el representante de Chile ante la OLP, el Embajador Hernán Tassara, sin embargo no veíamos ningún letrero con nuestros nombres al otro lado de las casetas de inmigraciones ni mucho menos a un Embajador.
Sabíamos que debíamos solicitar que no nos timbraran el pasaporte, ya que con un timbre de Israel no podíamos entrar de vuelta a Líbano a tomar nuestro vuelo, pero preferimos no pedir nada y cambiar el pasaje para salir por Egipto y así salir rápido del trámite. Una vez en territorio israelí, fuimos conducidos hasta donde estaba el Embajador. Verlo sentado junto a su chofer, ahogado por el intenso calor y sudando por los más de cuarenta grados, fue algo muy fuerte, especialmente por tratarse de un hombre de más de setenta años y al final de su carrera diplomática.
Nos presentamos, nos subimos a su auto y nos dirigimos a Belén.