puertaquince

jueves, junio 21, 2007

El correo a diez mil metros de altura


El vuelo aterrizaba con una hora de retraso en el aeropuerto Charles de Gaulle de Paris. Corría una tarde de invierno del mes de febrero y yo estaba sentado en la última fila de aquel Airbus A320 de Air France que cubría la ruta entre Berlín y la capital francesa.

Desde la ventanilla pude ver cómo el cielo se tornaba rojizo y cómo estaban claramente marcadas las rutas aéreas por una estela de vapor entrelazada en aquel cielo europeo.

No me importaba estar en la última fila. No me importaba haber sido el último en embarcar, ni mucho menos el último en desembarcar de aquel breve vuelo de no más de dos horas.

Mientras servían la comida, un tripulante no dejaba de mirarme. Quizás mi aspecto sudaca con mi pelo negro le llamaban la atención a aquel franchute de primera. Lo cierto es que cada vez que pasaba junto a mí, su mirada me succionaba la vergüenza que me daba que me mirara con esos ojos.

El vuelo aterrizó y mis ganas por dejarle mi correo electrónico hicieron que lo anotara en un papel antes de que el avión tocara tierra. Fui el último en desembarcar. A medida que avanzaba, pude notar que alguien me seguía, me di vuelta y era él, aquel hermoso francés que me había mirado todo el vuelo me seguía. Me di media vuelta y no hice más que desempuñar el papel con mi correo y decirle en inglés que me podía escribir cuando quisiera.

Rojo de vergüenza pude ver la salida del avión y en un dos por tres estaba en la manga rumbo a la Terminal.

Aquel hermoso aeromozo nunca me escribió y yo siempre esperé ansioso saber cómo se llamaba.

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